VUELTA A LA PATRIA
I
¡Tierra! grita en la proa el navegante
y confusa y distante,
una línea indecisa
entre brumas y ondas se divisa.
Poco a poco del seno
destacándose va del horizonte,
sobre el éter sereno
la cumbre azul de un monte;
y así como el bajel se va acercando,
va extendiéndose el cerro
y unas formas extrañas va tomando;
formas que he visto cuando
soñaba con la dicha en mi destierro.
Ya la vista columbra
las riberas bordadas de palmeras,
y una brisa cargada con la esencia
de violetas silvestres y azahares,
en mi memoria alumbra
el recuerdo feliz de mi inocencia,
cuando pobre de años y pesares
y rico de ilusiones y alegría,
bajo las palmas retozar solía
oyendo el arrullar de las palomas,
bebiendo luz y respirando aromas
Hay algo en esos rayos brilladores
que juegan por la atmósfera azulada,
que me hablan de ternuras y de amores
de una dicha pasada
y el viento al suspirar entre las cuerdas,
parece que me dice “¿no te acuerdas?”…
Ese cielo, ese mar, esos cocales,
ese monte que dora
el sol de las regiones tropicales…
¡Luz! ¡Luz al fin! –los reconozco ahora:
son ellos, son los mismos de mi infancia,
y esas playas que al sol del mediodía
brillan a la distancia,
¡Oh inefable alegría!
son las riberas de la patria mía!.
Ya muerde el fondo de la mar hirviente
del ancla el férreo diente;
ya se acercan los botes desplegando
al aire puro y blando
la enseña tricolor del pueblo mío
¡a tierra! ¡a tierra! o la emoción me ahoga,
o se adueña de mí el desvarío!
Llevado en alas de mi ardiente anhelo,
me lanzo presuroso al barquichuelo
que a las riberas del hogar me invita.
Todo es grata armonía; los suspiros
de la onda de zafir que el remo agita;
de las marinas aves
los caprichosos giros;
y las notas suaves, y el timbre lisonjero,
y la magia que toma
hasta en labios del tosco marinero
el dulce son de mi nativo idioma.
¡Volad, volad veloces,
ondas, aves y voces!
Id a la tierra donde el alma tengo
y decidle que vengo
a reposar, cansado caminante,
del hogar a la sombra un solo instante;
decidle que en mi anhelo, en mi delirio
por llegar a la orilla, el pecho siente
dulcísimo martirio;
decidle, en fin que mientras estuvo ausente
ni un día, ni un instante la he olvidado,
y llevadle este beso que os confío,
tributo alentado
que desde el fondo de mi ser le envío.
¡Boga, boga, remero; así… llegamos!
¡Oh emoción hasta ahora no sentida!
¡ya piso el santo suelo en que probamos
El almíbar primero de la vida!
Tras ese monte azul cuya alta cumbre
lanza reto de orgullo
al zafir de los cielos,
está el pueblo gentil donde al arrullo
del maternal amor rasgué los velos
que me ocultaban la primera lumbre.
¡En marcha, en marcha, postillón, agita
el látigo inclemente!
y a más andar, el carro diligente
por la orilla del mar se precipita.
No hay peña ni ensenada que en mi mente
no venga a despertar una memoria,
ni hay ola que en la arena humedecida
no escriba con espuma alguna historia
de los alegres tiempos de mi vida,
Todo me habla de sueños y cantares,
de paz, de amor y de tranquilos bienes,
y el aura fugitiva de los mares
que viene, leda, a acariciar mis sienes,
me susurra al oído
con misterioso acento: “Bienvenido”.
Allá van los humildes pescadores
las redes a tender sobre la arena;
dichosos que no sienten los dolores
ni la punzante pena
de los que lejos de la patria lloran;
infelices que ignoran
la insondable alegría
de los que tristes del hogar se fueron
y luego ansiosos, al hogar volvieron.
Son los mismos que un día,
siendo niño admiraba yo en la playa,
pensando, en mi inocencia
que era la humana ciencia,
la ciencia de pescar con la atarraya.
Bien os recuerdo, humildes pescadores,
aunque no a mí vosotros, que en la ausencia
los años me han cambiado y los dolores.
Ya ocultándose va tras un recodo
que hace el camino, el mar, hasta que todo
al fin desaparece.
Ya no hay más que montañas y horizontes,
y el pecho se estremece
al respirar cargado de recuerdos,
el aire puro de los patrios montes.
De los frescos y límpidos raudales
el murmurio apacible;
de mis canoras aves tropicales
el melodiosos trino que resbala
por las ondas del éter invisible;
los perfumados hálitos que exhala
el cáliz áureo y blando
de las humildes flores del barranco;
todo a soñar convida,
y con suave empeño
se apodera del alma enternecida
la indefinible vaguedad de un sueño.
Y rueda el coche, y detrás del las horas
deslízanse ligeras
sin yo sentir, que el pensamiento mío
viaja por el país de las quimeras
y sólo hallan mis ojos sin mirada
los incoloros senos del vacío…
De pronto, al descender de una hondonada,
“¡Caracas, allí está!” dice el auriga,
y súbito el espíritu despierta
ante la dicha cierta
de ver la tierra amiga.
Caracas, allí está; sus techos rojos,
su blanca torre, sus azules lomas
y sus bandas de tímidas palomas
hacen nublar de lágrimas mis ojos.
Caracas, allí está; vedla tendida
a las faldas del Ávila empinado,
odalisca rendida
a los pies del sultán enamorado.
Hay fiesta en el espacio y la campiña,
fiesta de paz y amores:
acarician los vientos la montaña;
del bosque los alados trovadores
su dulce canturía
dejan oír en la alameda umbría;
los menudos insectos en las flores
a los dorados pistilos se abrazan;
besa el aura amorosa al manso Guaire,
y con los rayos de la luz se enlazan
los impalpables átomos del aire.
¡Apura, apura, postillón, Agita
el látigo inclemente!
¡Al hogar, al hogar, que ya palpita
por él mi corazón… ¡mas, no –detente!
¡Oh infinita aflicción! ¡Oh desdichado
de mí, que en mi soñar hube olvidado
que ya no tengo hogar!... Para, cochero,
tomemos cada cual nuestro camino;
tú, al techo lisonjero
donde te aguarda la madre, el ser divino
que es de la vida centro y alegría,
y yo … yo al cementerio
donde tengo la mía.
¡Oh insondable misterio
que trueca el gozo en lágrimas ardientes!
¿En dónde está, Señor, esa tu santa
infinita bondad, que así consientes
junto a tanto placer, tristeza tanta?
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II
Madre, aquí estoy; de mi destierro vengo
a darte con el alma el mudo abrazo
que no te pude dar en tu agonía;
a desahogar en tu glacial regazo
la pena aguda que en el pecho tengo
y a darte cuenta de la ausencia mía.
Madre, aquí estoy; en alas del destino
me alejé de tu lado una mañana
en pos de la fortuna
que para ti soñé desde la cuna;
mas, ¡oh suerte inhumana!
Hoy vuelvo, fatigado peregrino,
y sólo traigo que ofrecerte pueda
esta flor amarilla del camino
y este resto de llanto que me queda.
Bien recuerdo aquel día,
que el tiempo en mi memoria no ha borrado;
era de Marzo una mañana fría
y cerraba los cielos el nublado.
Tú en el lecho aún estabas,
triste y enferma y sumergida en duelo,
que con alma de madre contemplabas
el hondo desconsuelo
de verme separar de tu regazo.
Llegó la hora despiadada y fiera,
y con el pecho herido
por dolor hasta entonces no sentido,
fui a darte, madre, mi postrer abrazo
y a recibir tu bendición postrera.
¡Quién entonces pensara
que aquella voz angelical en mi oído
nunca más resonara!
Tú, dulce madre, tú, cuando infelice,
dijiste al estrecharme contra el pecho:
“Tengo un presentimiento que me dice
que no he de verte más bajo este techo”.
Con supremo esfuerzo desliguéme
de los amantes lazos
que me formaban en redor tus brazos,
y fuera me lancé como quien teme
morir de sentimiento…
¡Oh terrible momento!
Yo fuerte me juzgaba,
mas, cuando fuera me encontré y aislado,
el vértigo sentí de pajarillo
que en la jaula criado,
se ve de pronto en la extensión perdido
de las etéreas salas,
sin saber dónde encontrará otro nido
ni a dónde, torpes, dirigir sus alas.
Desató el sollozar el nudo estrecho
que ahogaba el corazón en su quebranto,
y se deshizo en llanto
la tempestad que me agitaba el pecho.
Después, la nave me llevó a los mares,
y llegamos al fin, un triste día
a una tierra muy lejos de la mía,
donde en vez de perfumes y cantares,
en vez de cielo azul y verdes palmas,
hallé nieblas y ábregos, y un frío
que helaba los espacios y las almas.
Mucho, madre, sufrí con pecho fuerte,
mas suavizaba el sufrimiento impío
la esperanza de verte
un tiempo no lejano al lado mío.
¡Ay del mortal que ciego
confía su ventura a la esperanza!...
La ley universal cumplióse luego,
y vi en el alma presta,
la mía disiparse
cual mira en lontananza
torcer el rumbo en dirección opuesta
el náufrago al bajel que vio acercarse.
Bien recuerdo aquel día
que el tiempo en mi memoria no ha borrado
era de Marzo otra mañana fría
y los cielos cerraban otro nublado.
Triste, enfermo y sin calma,
en ti pensaba yo cuando me dieron
la noticia fatal que hirió mi alma,
lo que sentí decirlo no sabría…
sólo sé que mis lágrimas corrieron
como corren ahora, madre mía.
Después al mundo me lancé, agitado,
y atravesé océanos y torrentes,
y recorrí cien pueblos diferentes;
tenue vapor del huracán llevado,
alga sin rumbo que la mar flagela,
viento que pasa, pájaro que vuela.
Mucho, madre. He adquirido
mucha experiencia y muchos desengaños,
y también he perdido
toda la fe de mis primeros años.
¡Feliz quien como tú ya en esta vida
no tiene que luchar contra la suerte
y puede reposar en la seguida,
inalterable calma de la muerte;
sin ver ni padecer el mal eterno
que nos hiere doquier con saña cruda,
ni llevar en el pecho el frío interno
de la indomable duda!.
¡Feliz quien como tú, con altiveza
reclinó para siempre la cabeza
sobre los lauros del deber cumplido,
cual la reclina, por la muerte herido,
tras el combate rudo
risueño, el gladiador sobre su escudo!.
Esa, madre, es tu gloria
y la alta recompensa de tu historia,
que el premio solo del deber sagrado
que impone el cristianismo
está en el hecho mismo
de haberlo practicado.
Madre, voy a partir: mas parto en clama
y sin decirte adiós, que eternamente
me habrás de acompañar en esta vida;
tú has muerto para el mundo indiferente,
mas nunca morirás, madre del alma,
para el hijo infeliz que no te olvida.
Y fuera el paso muevo,
y desde su alto y celestial palacio,
su brillo siempre nuevo
derrama el sol cerúleo espacio…
Ya lejos de los tumultos me encuentro,
ya me retiro solitario y triste;
mas ¡ay! ¿a dónde voy? si ya no existe
de hogar y madre el venturoso centro? …
¿a dónde ---¡a la corriente de la vida,
a luchar con las ondas brazo a brazo,
hasta caer en su mortal regazo
con alma en paz y con la frente erguida!.
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Juan Antonio Pérez Bonalde
(Caracas, 1846 - La Guaira, 1892) Poeta venezolano considerado el mejor exponente del Romanticismo en su país. Tardíamente llegó el Romanticismo poético a Venezuela de la mano de Juan Antonio Pérez Bonalde, pero no hubiese podido escoger mejor guía que este poeta. Su vida estuvo marcada por la pobreza y el exilio, las penurias y los trabajos ingratos y la pérdida de seres queridos, pero nada de ello le impidió atesorar una cultura literaria sin parangón en la Venezuela de su época. Como los grandes románticos europeos, fue adicto al opio y a los viajes, reales e imaginarios. Tuvo la suerte de llegar tarde al Romanticismo, gracias a lo cual pudo ahorrarse los aspectos más declamatorios y altisonantes de este movimiento, y la desgracia de morir antes de ver confirmado el carácter anunciador y precursor de su poesía en la de los venezolanos que le sucedieron. Se ha dicho de él que, después de Andrés Bello, fue, en el siglo XIX, el poeta más alto y cosmopolita de la historia del país.
Juan Antonio Pérez Bonalde
Pérez Bonalde era el noveno hijo de una familia de escasos recursos. Tanto su educación como su afición a la lectura se fraguaron en aquel hogar modesto. A los doce años sabía alemán y leía a los poetas románticos. Sus padres, Juan Antonio Pérez y Gregoria Bonalde, tuvieron que emigrar en 1863, cuando Venezuela se hallaba sumida en el caos de la Guerra Federal (1859-1863), la más larga contienda civil desde las guerras de Independencia. Durante los cinco años que duraron las exacciones de caudillos y montoneras y las epidemias de malaria y disentería que las acompañaban, perecieron en Venezuela (de cerca del millón ochocientos mil habitantes que contaba entonces el país) entre 150.000 y 200.000 venezolanos, es decir, del ocho al once por ciento de la población del país.
El joven Pérez Bonalde tenía quince años cuando conoció su primer exilio. Su padre era un liberal, y se le conminó a escoger entre el destierro o una muerte casi segura. Sin recursos, en la mayor pobreza, la numerosa familia fue a parar primero a Puerto Rico y después a Santo Tomás. Juan Antonio ayudaba a su familia dando clases de piano y haciendo de maestro de escuela. En 1864 regresó a Venezuela y colaboró con publicaciones liberales.
En 1870 se incorporó a una Sociedad Patriótica que asumió posturas críticas ante el nuevo gobierno autoritario del general Antonio Guzmán Blanco. Pérez Bonalde era ya conocido como poeta entre sus amigos, quienes lo incitaron a escribir una sátira contra el presidente. Esto bastó para que las autoridades lo expulsaran del país. Para hacerse una idea del clima imperante bajo el gobierno del "Americano Ilustrado", baste una conocida anécdota. En 1873, en un certamen literario cuyo tema impuesto era la exaltación de un genio de la ciencia, resultó vencedor el autor de un poema en el que se cantaban loas a Copérnico y que llevaba por título El poder de la idea. Pero como el desafortunado ganador había omitido mencionar en su panegírico al presidente de la República, éste ordenó que no se le hiciera efectivo el premio. "Que le cobre a Copérnico", fue su comentario, para que el poeta tuviera "una idea del poder".
Pérez Bonalde se estableció en Nueva York, donde trabajó para Lanman y Kemp-Barclay, una fábrica de perfumes. De 1870 a 1888 viajó incansablemente como agente comercial por diversos países de Hispanoamérica, Europa, Asia y Medio Oriente. Extraordinariamente dotado para el aprendizaje de lenguas, "hablaba con impresionante perfección el inglés, el alemán, el francés, el italiano y el portugués. Hasta el danés y el chino parece que llegó a entenderlos", según apunta Arturo Uslar Pietri. Pérez Bonalde fue el primer escritor venezolano verdaderamente cosmopolita, mezcla de Chateaubriand y de Heine del Caribe. En 1877 publicó su libro de poemas Estrofas, que incluye su más célebre composición, Vuelta a la patria, sin duda el poema lírico venezolano más importante del siglo XIX. Y fue en Ritmos donde, en 1880, recogió Poema del Niágara, un canto a la naturaleza en la mejor tradición romántica.
En 1883 vivió su más honda tragedia personal con la muerte de su única hija, Flor, suceso que le inspiró otra de sus notables composiciones y la decisión de no volver a publicar su poesía. De regreso al país en 1889, tras la muerte de su madre, recibió el homenaje del mundo intelectual. Una muerte súbita lo sorprendió antes de que pudiera encargarse de una misión diplomática que le había sido encomendada. Su salud se había resentido gravemente tras años de privaciones, tragedias familiares y vida trashumante.
Conviene destacar su obra como traductor, al menos tan importante como su producción poética. Además de sonetos de Shakespeare, son especialmente notables sus versiones de El cancionero de Heinrich Heine (1885) y del poema El cuervo, de Edgar Allan Poe (1887), la primera en lengua castellana. Del prólogo que escribió a su traducción de Heine opinaba Menéndez Pelayo que es "el monumento más insigne que hasta ahora han dedicado las letras castellanas al último gran poeta que hemos alcanzado en nuestro siglo", y, de la versión misma, que representaba "uno de los libros de poesía castellana que más instinto poético demuestra, aun siendo trasladado de pensamientos ajenos". Entre los venezolanos, Jacinto Fombona Pachano veía en las traducciones de Pérez Bonalde más instinto innovador y audacia que en su propia poesía: "Fuera de un Gustavo Adolfo Bécquer, no recordamos otro alguno de los románticos que hubiese comprendido mejor, por ejemplo, el aliento extraño y renovador de la poesía nórdica".
No es exagerado considerar a Juan Antonio Pérez Bonalde como el más grande de los románticos venezolanos y el precursor de la moderna poesía venezolana. Su búsqueda y frecuente hallazgo de la precisión verbal permite descubrir en Pérez Bonalde a un poeta auténtico. Ésta es, precisamente, su más alta lección: decir más con menos en un tiempo donde abundaban el floripondio y la vaguedad retórica. Su obra poética, no muy extensa, lleva la impronta del romanticismo melancólico: nostalgia de lo perdido, culto a los muertos, crepuscularismo. Es un excelente lírico romántico de evocaciones nostálgicas, cuyos ecos lo acercan más al posromanticismo que al modernismo. Y su poesía influyó poderosamente en la lírica venezolana. Sus poemas más recordados son la elegía Flor (dedicada a su hija Flor, que murió siendo muy niña), Primavera, Poema del Niágara y Vuelta a la patria.
Expresión del dolor del desterrado que regresa a su país, donde le espera, desgraciadamente, la tumba de la madre muerta, Vuelta a la patria (1875) es a la vez un composición sobre el amor patrio y el amor filial, nutridos y fortalecidos en la ausencia. El poema fue escrito en el mar, mientras el barco que transportaba a Pérez Bonalde navegaba no hacia La Guaira, como podrían hacérnoslo creer algunas de sus referencias, sino hacia Puerto Cabello, donde lo acogieron parientes y amigos, ante los cuales leyó su composición. La pervivencia de este poema debe atribuirse a su calidad emotiva, a la sinceridad y a la profundidad del sentimiento expresado, al contenido tan humano que encierra, así como al don lírico y a la plasticidad de una expresión densa y matizada, cuyo ritmo externo se amolda maravillosamente al de la emoción.
Fuente: https://www.biografiasyvidas.com/biografia/p/perez_bonalde.htm
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